El color perdido

Cuando comencé a leer el libro de Conversaciones con Sergio Meier que recibí como obsequio de parte de su autor, mi amigo Carlos Lloró, inmediatamente vino a mi memoria la ocasión en que me enteré de que al parecer existe un ejemplar de la novela El color de la amatista en la Biblioteca de la Universidad de Texas en Austin. Llegué a tal hallazgo hace unos años, luego de haberme pasado lo que seguramente fueron unos 15 minutos, pero que recuerdo como varias horas, tratando de encontrar alguna copia del libro en internet, idealmente para poder comprarlo o, en última instancia, para tenerlo en pdf. Huelga decir que mis indagaciones fueron infructuosas, y que los libros de Meier, sobre todo aquel, parecen ya haber entrado en la misma categoría del Necronomicón de su amado Lovecraft. Hay quienes dicen haber visto y palpado El color de la amatista, incluso puede que haya alguna fotocopia borrosa y herética de algunas páginas circulando por ahí, pero no conozco directamente a nadie que posea un ejemplar o que lo haya poseído. Pese a que no pierdo la esperanza de hacerme algún día con uno, mucho me temo que, tal vez, tanto este libro como el otro publicado por Meier en vida, me esquiven para siempre.
Recuerdo también que cuando descubrí aquella entrada bibliográfica digital del libro de Meier, me asaltó inmediatamente la duda de cómo habría llegado ese ejemplar ahí, a un lugar tan improbable –improbable al menos para mi limitado conocimiento. Inmediatamente imaginé –y así se lo hice saber a Carlos en ese entonces– un relato alquímico, una novela cuántica, que diese cuenta de aquellos hechos, que hablase de los abismos y de los mundos paralelos que el libro debió haber atravesado; de los alquimistas, nigromantes y oscuros iniciados que seguramente eran los responsables del viaje del libro a través de las catacumbas de oscuras y olvidadas ciudades, a través de pétreos laberintos y antiguos templos en la vecindad de la locura, para finalmente llegar a reposar en los improbables y lejanos anaqueles de la Biblioteca de la Universidad de Texas. Se me asemejaba a un argumento lovecraftiano, ya que puedo imaginar perfectamente un personaje que halla un ejemplar de El color de la amatista en los polvorientos anaqueles de la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic. Imaginé que tal relato existía; sentí que alguien debería escribirlo alguna vez. Era como una tentación orquestada por la realidad misma para abrir un universo paralelo, una brecha, un puente con otro mundo.
Posteriores indagaciones (éstas sí tomaron varias horas) me permitieron averiguar que la colección a la que pertenece el libro es la Benson Latin American Collection de la Biblioteca de la Universidad de Texas en Austin, y que en dicho recinto se llevan a cabo eruditos estudios acerca de la cultura y la literatura latinoamericanas. Incluso la colección tiene un apartado dedicado exclusivamente a libros raros. Visto a la luz de esa nueva información, dejaba de parecer improbable la presencia del libro ahí. Es más, parecía hasta natural. Pero aun así, eso no contestaba la pregunta más acuciante que rondaba en mi cabeza: cómo exactamente había ido a parar ese libro ahí desde Chile, en qué año, y por iniciativa de quién.
Curiosamente la biblioteca no alberga ningún ejemplar de La Segunda Enciclopedia de Tlön, lo que me hace suponer que El color de la amatista llegó a la biblioteca mucho antes de aquella publicación, y por lo tanto mucho antes de la muerte de su autor. Lamentablemente en la ficha bibliográfica no aparece la fecha de ingreso, ni menos aun el nombre de algún posible donador. Es en este punto en el que algo me hace detenerme. Podría seguramente escribir un correo electrónico a la biblioteca, y tal vez algún bibliotecario o bibliotecaria amablemente me respondería con la información que deseo saber. Tal vez incluso obtendría más información de la que deseo saber en realidad. O, por el contrario, tal vez esa información no está consignada, y lo que aparece en internet es copia fiel de los registros físicos. En cualquier caso, siento que no debo ir más allá en mis indagaciones. Siento que cualquier información concreta que pudiera recibir sería por igual una decepción. Prefiero imaginar que existe ese relato mítico que narra el viaje iniciático del libro, que narra las aventuras o desventuras de su portador, que borronea –como lo hacía Lovecraft– el tejido de la realidad y desorienta por completo al que lo lee e incluso al que se atrevió a escribirlo.

Creo que lo más justo para la memoria de Meier (a quien no conocí) sería que ese pequeño misterio de cómo un ejemplar de su primer libro llegó a Texas siga siendo un espejismo distante; que nunca la realidad ose posarse con sus garras sobre ese delicado abismo insondable que separa el Chile de 1986, en el que ese ejemplar de El color de la amatista era publicado, con su actual reposo en los anaqueles de la Biblioteca de la Universidad de Texas. No me cabe duda de que algún día alguien investigará, escribirá un correo electrónico a la biblioteca o de frentón viajará a Austin, Texas, y los hechos reales quedarán consignados en algún párrafo de una tesis de grado que probablemente muy pocos leerán. Prefiero imaginar que eso jamás pasará, y que nunca se sabrá a ciencia cierta cómo llegó ese libro ahí; prefiero que alguien escriba ese relato numinoso y que lo que llamamos ficción tome por asalto a lo que llamamos realidad ahí en ese campo de batalla y en ese punto de fuga que es lo desconocido; que ese misterio que envuelve a los libros raros y valiosos sea el guardián que proteja lo ignoto de las frías tenazas de lo real.

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